“Esta es la hora del amor”, proclamó el papa León XIV desde el altar mayor de la basílica de San Pedro. Con esas palabras dio inicio formal a su pontificado ante más de 200.000 fieles y delegaciones de 150 países. La misa de instalación, marcada por símbolos tradicionales y gestos de cercanía, fue también la ocasión para conocer el corazón de su proyecto eclesial: una Iglesia fraterna, sin poder ni sometimiento, que camine junto a los excluidos.
En una homilía extensa y teológicamente densa, el primer papa nacido en Estados Unidos —naturalizado peruano y formado en la orden agustiniana— presentó una visión pastoral profundamente inspirada en San Agustín, su maestro espiritual, y en la figura de Pedro como pastor que ama “aún más” incluso desde su fragilidad.
“Pedro no debe ser un jefe por encima de los demás, ni un líder solitario”, dijo el pontífice. “Está llamado a servir a sus hermanos, no a dominarlos”, insistió, en una línea que recuerda las advertencias de Francisco contra el clericalismo. A lo largo del mensaje, León XIV insistió en que la autoridad del Papa debe fundarse en la caridad de Cristo, no en estructuras de poder.

Un tono pastoral con anclaje doctrinal
La homilía no eludió definiciones sensibles. León XIV habló del “paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los pobres” y pidió una Iglesia que no se encierre “en su pequeño grupo” sino que se abra “como una sola familia”. También reforzó su visión antropológica: “La familia debe fundarse en la unión estable entre un hombre y una mujer”, había dicho días antes ante el cuerpo diplomático, y lo reafirmó ahora como base de la convivencia social.
Aunque no mencionó directamente a la comunidad LGBT ni al aborto, su elección de palabras y el énfasis en la familia tradicional marcan un punto de inflexión con el lenguaje más inclusivo de su antecesor. El papa Francisco —quien lo precedió hasta su muerte en abril— había defendido el acercamiento pastoral a las personas LGBT, sin modificar la doctrina. León XIV, por ahora, opta por reafirmar esa doctrina sin matices.

Reacciones y señales del estilo que viene
La prensa italiana interpretó la homilía como un mensaje de continuidad teológica con Juan Pablo II y Benedicto XVI, pero con el acento social propio del pontífice latinoamericano. Avvenire, el diario de la Conferencia Episcopal, destacó “el equilibrio entre tradición y apertura”; La Stampa, en cambio, advirtió que “la palabra amor puede convertirse en barrera si no se acompaña de gestos concretos de inclusión”.
El estilo comunicativo de León XIV resulta más austero que el de Francisco, pero no menos enfático. Sin gestos grandilocuentes ni frases explosivas, apeló a una densidad doctrinal que busca resonancia espiritual más que impacto inmediato. “Una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo”, sintetizó.

Heredero de León XIII y Francisco
El nuevo Papa eligió su nombre en homenaje a León XIII, pionero de la doctrina social de la Iglesia. No es casual: en su homilía citó la encíclica Rerum Novarum, y se propuso como mediador de justicia y paz. Pero también evocó a Francisco, a quien recordó como “el pastor que nos bendijo desde el cielo en Pascua”, afirmando la continuidad espiritual con su predecesor.
León XIV tiene por delante desafíos internos complejos: reformas inconclusas, escándalos financieros, reclamos por el rol de las mujeres, y divisiones eclesiales cada vez más visibles. Su primera homilía no ofreció respuestas concretas a todo eso, pero dejó clara su brújula: una Iglesia servidora, unida, centrada en el amor como acción concreta y no como consigna vacía.

El texto completo
Homilía del Papa León XIV en la Misa de inicio de su pontificado
Queridos hermanos cardenales, hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, distinguidas autoridades y miembros del Cuerpo diplomático, hermanos y hermanas:
Los saludo a todos con el corazón lleno de gratitud, al inicio del ministerio que me ha sido confiado. Escribía San Agustín: «Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1).
En estos últimos días, hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del Papa Francisco ha llenado de tristeza nuestros corazones y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como esas multitudes que el Evangelio describe «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36). Precisamente en el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la resurrección, afrontamos ese momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y lo cuida «como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).
Con este espíritu de fe, el Colegio de los cardenales se reunió para el cónclave; llegando con historias personales y caminos diferentes, hemos puesto en las manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar más allá, para saber afrontar los interrogantes, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por sus oraciones, hemos experimentado la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los distintos instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una única melodía.
Fui elegido sin tener ningún mérito y, con temor y trepidación, vengo a ustedes como un hermano que quiere hacerse siervo de su fe y de su alegría, caminando con ustedes por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una única familia.
Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión que Jesús confió a Pedro.
Nos lo narra ese pasaje del Evangelio que nos conduce al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: “pescar” a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, había llamado a Pedro y a los primeros discípulos a ser como Él “pescadores de hombres”; y ahora, después de la resurrección, les corresponde precisamente a ellos llevar adelante esta misión: no dejar de lanzar la red para sumergir la esperanza del Evangelio en las aguas del mundo; navegar en el mar de la vida para que todos puedan reunirse en el abrazo de Dios.
¿Cómo puede Pedro llevar a cabo esta tarea? El Evangelio nos dice que es posible sólo porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en la hora del fracaso y la negación. Por eso, cuando es Jesús quien se dirige a Pedro, el Evangelio usa el verbo griego agapao —que se refiere al amor que Dios tiene por nosotros, a su entrega sin reservas ni cálculos—, diferente al verbo usado para la respuesta de Pedro, que en cambio describe el amor de amistad, que intercambiamos entre nosotros.
Cuando Jesús le pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Jn 21,16), indica pues el amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos.
A Pedro, pues, se le confía la tarea de “amar aún más” y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús.
Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1 P 5,3); por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos. Todos, en efecto, hemos sido constituidos «piedras vivas» (1 P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma San Agustín: «Todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia» (Sermón 359,9).
Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.
En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y de fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela!
Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos, con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y los hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz.
Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.
Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, «¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?» (Carta enc. Rerum novarum, 20).
Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad.
Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.